Pasamos tiempo en ciertos espacios. No siempre hemos podido elegirlos o conformarlos a
nuestro estilo, a nuestro gusto. No son necesariamente hogar, ni refugio, pero
son tantas las veces, tan frecuentes las ocasiones en que estamos en ellos, que
ya forman parte cotidiana, no sólo como un entorno, sino como algo que incide, condiciona y determina
nuestras horas. Incluso nuestros sueños se fraguan en esos rincones en los que
nos encontramos, hasta el punto de que ya son decisivos para definir nuestra
singularidad. No son simplemente lugares o sitios. Son espacios. Tal vez, para
el retiro, para la reflexión, para la actividad particular, o simplemente donde
finalmente la vida nos tiene. Efectivamente, son tiempos de espacios. Michel
Foucault considera que “la época
actual sería más bien quizá, la época del espacio. Estamos en la época de lo
simultáneo, en la época de la yuxtaposición, en la época de lo próximo y de lo
lejano, de lo contiguo, de lo disperso. Estamos en un momento en que el mundo
se experimenta, creo, menos como una gran vía que se despliega a través de los
tiempos que como una red que enlaza puntos y que entrecruza su madeja.”
No por ello dejamos de estar emplazados, precisamente en una época en la que el espacio, los espacios, se nos dan en la forma de relaciones de emplazamiento. Y por eso se cita a Bachelard, para decir que estos espacios no son ni homogéneos ni vacíos, sino que también están cargados de cualidades y poblados de fantasmas. No son inocuos ni asépticos. A su manera nos hacen y nosotros a ellos. En efecto, son ámbitos de relación. Pero no sólo.
Nuestros rincones llegan a serlo tanto que resultan irreductibles unos respecto de otros. Puesto todo en circulación, finalmente vienen produciéndose reductos, circuitos definidos, plegados sobre sí mismos, aislados, en los que todo corre y se desplaza, con sus correspondientes interferencias. Crece el desinterés y la desvinculación de cuanto ocurre y discurre en otros entornos. Quedamos unidos para estar separados.
Esta nueva desconexión queda oculta en la apariencia de una circulación universal, que no pocas veces se limita a encender o apagar el interruptor de lo que ha de circular. Vivimos en burbujas, en círculos, en una configuración social de rincones, algunos con mayor atracción o atractivo, incluso con capacidad de convocatoria, para los festejos, para los alumbramientos, o para los funerales. Rincones, que son, en suma, círculos de interesados más o menos en lo mismo y aislados e indiferentes incluso respecto de las más próximos esferas. Como si en definitiva sólo hubiera aficiones.
Por eso, cada uno de nuestros singulares rincones constituye de modo determinante nuestra manera de ser y de hacer. La incidencia de los espacios en la conformación y configuración de uno mismo es bien conocida. Y aquí nada es inocente o inofensivo. El paisaje no es simplemente algo que dibuja un contexto, ni nosotros estamos ausentes de él, ni es mero decorado. Es una realidad de vida y nuestros rincones también. La reiterada presencia, la búsqueda más o menos inevitable de lo que nos posiciona, la sensación de que allá, por fin, nos encontraremos más o menos cómodos, en donde nos corresponde, la percepción de toda una geometría más o menos angular, hacen de nuestros rincones algo propio. Ahí actuamos, sentimos, añoramos. Todo un mundo de acción, una pluralidad de formas y de sentimientos van decidiendo nuestra existencia.
Estos espacios de la posibilidad de la máxima comunicación son no pocas veces la constatación de que en el circuito sólo se circula en círculos cerrados. Y no siempre son “los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón”. Se van fraguando mundos y espacios, cuya especificidad no radica simplemente en que son diferentes, sino en que ya empiezan a ser inconmensurables. Miramos con desconcierto y con asombro a sectores enteros que poco nos interesan o que se mueven por razones a nuestro juicio inexplicables, o que se desenvuelven en territorios incomprensibles, y que parecen hacerlo una y otra vez con un entusiasmo y con una determinación tan insistente que podría pasar por coherencia.
Al menos dentro de su
circuito, en su pompa, en su rincón, cada quién constituye toda una realidad. Y
ello nos conduce descorazonadoramente a suponer que tal vez esa es la impresión
que nosotros mismos, con nuestros entornos y ámbitos, podemos producir. El
tiempo se hace espacio, pero el espacio tiene problemas para procurar algo más
que intermitentes relaciones de
emplazamiento. Posicionados, no encontramos ya ni tiempo ni espacio para la
comunicación. Todo es circulación.
Salvo que en realidad se trate de eso, de incidir en nuestro rincón, de agudizar el ángulo, de extremarlo, de acentuar el retiro y, desde él, poner todo en marcha en nuestro circuito, tratando de no contaminarnos con otros. Aunque tal vez quedaríamos arrinconados. Mientras tanto, remitiríamos nuestros mensajes por si hubiera, en efecto, otros modos o formas de vida fuera de nuestro rincón, ya constituido en planeta, dentro de la única galaxia. El mundo no pasaría de ser el mundo de cada quien y sus allegados. De lo demás, de los demás, ni indicios, ni rumores, sólo suposiciones. Y algunos prejuicios.
Hay, sin embargo, algo entrañable en nuestros rincones, algo materno, que nos ampara y que, con todas las dificultades, nos protege, una suerte de líquido amniótico que nos nutre y nos sustenta y que podría procurar, en su caso, un nuevo alumbramiento, con otras condiciones de vida. Ahí, a nuestro modo, nos desenvolvemos. Mientras tanto, proseguimos la búsqueda. Nos damos tiempo en el espacio.
(Imágenes: Fotografías
de Jeff Wall. Transparencias de
gran formato, realizadas en cibachrome y montadas sobre cajas de luz. After
invisible man, 1999-2000;Insomnia, 1994; Untangling; 1994; y Adrian Walker, artist, drawing from a
specimen in a laboratory in the Dept. of Anatomy at the University of British
Columbia, Vancouver, 1992)