Cuando parecemos no poder más, con
frecuencia somos aún capaces de mucho.
No se trata de poner permanentemente a prueba nuestra resistencia, ni de forzar
al límite, en cada caso, nuestra capacidad. No ignoramos que hay quienes
desarrollan actividades que exigen comportamientos extremos. Sólo les deseamos
que no lo sean siempre, y menos en todos los aspectos de su vida. Lo que sí es
cierto es que, puestos en esa tesitura, sin necesidad de buscarla explícitamente,
es llamativo hasta qué punto en ocasiones desplegamos una firmeza, una entereza y
una decisión que ni siquiera
creíamos poseer. Algunos lo hacen casi constantemente. Pero en general no pocas
veces nos vemos conminados a estar por
encima de nuestras propias posibilidades. E incluso por encima de nosotros
mismos. O al menos de lo que venimos haciendo y permitiéndonos con frecuencia.
Conviene, por tanto, no desconsiderar
las fuerzas, ni las propias, ni las ajenas. Que en determinados momentos
nos sintamos sin ellas para afrontar la situación, que flaqueemos, que incluso
no podamos, no significa que en
coyunturas extraordinariamente difíciles y complejas no encontremos razones y
motivos que nos ofrezcan una energía,
una vitalidad y una contundencia de una intensidad
irreconocible, una fuerza casi inexplicable. Y que no siempre nos alcanza
desde donde la esperamos.
Es evidente que semejante fuerza no es mera fortaleza física. Sin duda, no es indiferente tenerla para afrontar determinadas situaciones, pero no basta cuando son efectivamente complejas. Tampoco las fuerzas brotan única y exclusivamente de uno mismo. No pocas veces nos vienen de los otros, de su afecto, de su aliento, de su compañía, de su confianza y de su fe en nosotros, por encima incluso de cuanto somos capaces de exigirnos. Las fuerzas no surgen simplemente de un núcleo interior que procura energía y potencia nuestra actividad. Nos llegan, nos alcanzan, nos sostienen, del mismo modo que uno bien sabe que no es suficiente el propio aire para respirar. Pero muy singularmente se nutren de las buenas razones, de los argumentos no siempre tan explicitados, de las motivaciones que nos movilizan y nos impiden claudicar y entregarnos sin más a las dificultades. Por ello, en ocasiones, la carencia de alicientes, de atractivos, de estímulos se conduce como una verdadera corporalidad, y esa ausencia de vitalidad se incorpora en nuestra existencia y dificulta la circulación de la sangre hasta los últimos rincones de nuestro vivir. Nos paraliza.
De eso no se deduce que las fuerzas sean una simple conclusión que responda a una serie de premisas lógicas, o a un discurso bien elaborado y compuesto, como si se tratara de persuadir a alguien de que ni es para tanto, ni lo que le pasa tiene necesariamente que ser definitivo… y, además, hay otros asuntos más importantes, más inexorables, decimos, nos decimos. Considerar que es suficiente con “poner las cosas en su sitio” es ignorar que un discurso incontestable se caracteriza, precisamente, por carecer de una adecuada respuesta. Las razones crecen en la conversación, se nutren de la contestación, fructifican en el contraste, en el diálogo, en la crítica y en la controversia y, aunque no se reducen a ellos, no son la moraleja de ningún decir sentencioso. Ni las fuerzas nacen de una perorata. Bien señala Deleuze, por ejemplo, que “una buena clase se parece más a un concierto que a un sermón”.
Nada más ridículo, por tanto, que limitarse a hacer llamamientos a la fortaleza de ánimo, sin más argumentos, como si ésta brotara de una mera decisión. Ni el entusiasmo, tan necesario muchas veces, ni la ilusión, tan importante, son simples actos de adhesión. Aunque las razones puedan ser contagiosas, si en efecto no se vertebran sobre buenos motivos, las fuerzas no se desplazan con el simple propalar o propagar imperiosos de su necesidad. A veces, sencillamente se carece de fuerzas y todos necesitamos, en mayor o menor grado y en no pocas ocasiones, ayuda para lograrlas. No reconocerlo es tan insensato como estimar que basta cualquier tipo de apoyo, de cualquier manera, a cualquier precio.
No tener fuerzas es menos problemático que considerar que basta proponérselo para encontrarlas. La determinación es tan clave como insuficiente y así como hay quienes nos ofrecen permanentemente razones y afectos que nutren nuestra fuerza, no faltan quienes parecen empeñados en que ratifiquemos que la situación es inevitable, que la coyuntura es un ejemplo de fatalidad y que, puestos a tener fuerzas, se trata de que las tengamos para aceptar paciente y resignadamente lo que nos corresponde afrontar. Les gusta nuestra fuerza para asentir, para ceder y conceder. Entonces, llaman fuerzas a la simple admisión y subscripción de cuanto ocurre, sin más.
Sin embargo, cabe erguirse sobre lo que sucede, o mejor
sobre el relato que lo muestra tan implacable como inevitable, e incluso en
situaciones verdaderamente adversas abrir
posibilidades en el corazón de lo supuestamente inexorable. Y puestos a
desafiar, desafiar incluso a los acontecimientos. No tanto como para no asumir
lo que en ellos se nos ofrece, cuanto como para no rendirnos a la debilidad
del relato en el que, no pocas veces interesadamente, se nos entregan. Las
fuerzas necesarias para escucharlo no han de ser la imposición sobre las fuerzas para responder y corresponder
con un decir, con una acción, y con una vitalidad que son imprescindibles.
Incluso cuando no parece haber más fuerzas, a veces emerge conjuntamente una firme voluntad bien argumentada, compartida,
que nos acompaña para afrontar, en la cordialidad de los buenos motivos,
complejas situaciones. En ocasiones, parece haber poco que hacer. Y aún cuando
algo es de verdad inevitable, las necesitamos. En esas coyunturas límite
también las fuerzas, supuestamente de flaqueza, muestran inusitadamente otras fortalezas. Y entonces no es
fácil ni siquiera seguir hablando. Aún en tales circunstancias las precisamos.
En todo caso, no deja de ser sintomática la ligereza con la que convocamos a otros a un gran esfuerzo personal, a sobreponerse, a sobrellevar, a soportar, a hacerse cargo. Y más llamativo resulta que se haga desde posiciones cómodas, o desde la tranquilidad de no verse en semejantes situaciones. Tal vez el privilegio de poder permitirse reclamarlo es ya un indicativo de no encontrarse en tamaña coyuntura. Y quizá quepa hacerlo, sin arrogancia, sin exigencia. Sin embargo, resulta deslumbrante la fuerza de quienes no ceden ante lo que se les presenta y más allá de lo exigible encuentran energía y motivos para cuestionar, para proseguir, para vivir. No siempre las fuerzas ni llegan ni brotan de donde las esperamos.
(Imágenes: Pinturas de José María Pinto Rey, Cruzando entre edificios; Esperando; Cruzando la calle; y Grupo
caminando)